domingo, 13 de febrero de 2011

EN EL CAFÉ - 5

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                                                           CAPÍTULO V



Jorge. – Por lo que recuerdo, señor magistrado, habíamos dejado la conversación en el derecho de propiedad.


Ambrosio. – Efectivamente. Y siento verdadera curiosidad por oírle defender en nombre de la justicia y del derecho, sus propósitos de expoliación y de rapiña.
Una sociedad en que nadie estuviera seguro de lo suyo, no sería una sociedad, sino una horda de lobos dispuestos siempre a devorarse entre sí.


Jorge. – ¿Y no le parece que es eso lo que ocurre en la actualidad?
Usted nos acusa de querer la expoliación y la rapiña; pero, al contrario, ¿no son los propietarios los que expolian continuamente a los trabajadores y les arrebatan el fruto de su trabajo?


Ambrosio. – Los propietarios emplean sus bienes como mejor les parece y tienen el derecho de hacerlo, del mismo modo que los trabajadores disponen libremente de sus brazos. Patrones y obreros contratan libremente el precio de la obra, y cuando el contrato no es violado, ninguno tiene derecho a quejarse.
La caridad podrá aliviar los dolores demasiado agudos, los sufrimientos inmerecidos, pero el derecho debe permanecer intangible.


Jorge. – ¡Pero qué dice usted de contrato libre! Si el obrero no trabaja, no come, y su libertad se parece a la del viajero asaltado por los atracadores, que da la bolsa para que no le quiten la vida.


Ambrosio. – Admitámoslo; pero no por eso puede negar el derecho a cada cual de disponer de lo suyo como le plazca.


Jorge. – ¡Lo suyo, lo suyo! Pero, ¿cómo y por qué puede decir el propietario agrícola que la tierra y los productos son suyos y cómo puede llamar bienes suyos el capitalista a los instrumentos de trabajo y a los demás capitales creados por la actividad humana?


Ambrosio. – La ley les reconoce el derecho.


Jorge. – ¡Ah! Si solo se trata de eso, entonces el atracador también podría tener el derecho a asesinar y a robar; solo tendría que formular algunos artículos de la ley que le reconociese ese derecho. Y, por lo demás, eso es precisamente lo que han hecho las clases dominantes: han hecho la ley para consagrar las usurpaciones ya perpetradas, o como medio para las nuevas.
Si todos sus “supremos principios” están fundados en los códigos, bastará que mañana una ley decrete la abolición de la propiedad privada, y lo que usted llama rapiña y expoliación se convertirá repentinamente en un “principio supremo”.


Ambrosio. – Eso no es posible, la ley ha ser justa y debe conformarse con los principios del derecho y de la moral, y no del resultado de un capricho desenfrenado, de otro modo…


Jorge. – Por lo tanto no es la ley la que crea el derecho, sino el derecho el que justifica la ley. Entonces, ¿cuál es el derecho según el que toda la riqueza existente, tanto la natural como la creada por el trabajo del hombre, pertenece a pocos individuos y les da derecho de vida y de muerte sobre el resto?


Ambrosio. – Es el derecho que tiene, que debe tener todo hombre a disponer libremente del producto de su actividad. Es un sentimiento natural del hombre, sin el cual no habría sido posible civilización alguna.



Jorge. – Bien, he aquí cómo se convierte en defensor de los derechos del trabajo. Excelente, pero dígame, ¿cómo es que aquéllos que trabajan son los que no tienen nada, mientras que la propiedad pertenece precisamente a los que no trabajan?
¿No le parece que lo lógico sería tratar a los actuales propietarios como usurpadores, y que, en justicia, sería necesario expropiarlos para devolver las riquezas a sus legítimos propietarios, los trabajadores?


Ambrosio. – Si hay propietarios que no trabajan, es porque han trabajado antes, ellos o sus antepasados, y tuvieron la virtud de ahorrar y el ingenio de hacer fructificar sus ahorros.


Jorge. – Claro… imagine usted un trabajador, que en general apenas gana para alimentarse, ahorrando y amontonando riquezas.
Usted sabe perfectamente que el origen de la propiedad está en la violencia, en la rapiña, el robo legal o ilegal. Pero admitamos que exista quien haya conseguido ahorrar dinero sobre el producto de su trabajo, de su propio trabajo personal; si lo quiere disfrutar más tarde, cuándo y cómo le parezca, no hay nada que objetar. Pero la cosa cambia completamente de aspecto cuando comienza lo que usted llama: hacer fructificar los ahorros. Eso significa hacer trabajar a los demás y robarles una parte de su trabajo; significa acaparar mercaderías y venderlas más caras de lo que cuestan; significa crear artificialmente la carestía para especular sobre ella, significa quitar a los otros los medios para vivir trabajando libremente, a fin de obligarles a trabajar por poco salario. Y otras tantas cosas parecidas que ya nada tienen que ver con el sentimiento de justicia y que demuestran que la propiedad, cuando no deriva de la rapiña franca y abierta, lo hace del trabajo de los demás.
¿Le parece a usted justo que un hombre que, concedámoslo, con su trabajo y con su ingenio ha reunido un poco de capital, pueda después robar a los demás el producto de su trabajo y, además, entregar a todos sus descendientes el derecho a vivir ociosos a costa de los trabajadores?
¿Le parece justo que, porque haya habido unos pocos hombres trabajadores y ahorradores, que han acumulado capital, el resto de la humanidad deba ser condenada a la perpetua miseria y al embrutecimiento?
Por otro lado, aunque uno haya conseguido, sólo a través de su esfuerzo, disponer de multitud de recursos no podría por eso ser autorizado a causar mal a los demás, para quitarles los medios de vida. Si alguien hiciera un camino a lo largo del litoral, no podría reivindicar por eso el derecho a impedir a los otros el acceso al mar. Si alguien pudiese cultivar por sí solo toda una provincia, no podría por eso condenar al hambre a todos los sus habitantes. Si uno hubiese creado nuevos y poderosos medios de producción, no tendría derecho a usar su invención para someter al resto de los hombres y, menos aún, el de asociar a todos sus descendientes el derecho a dominar y explotar las generaciones futuras.
Aparte de eso, ¿cómo puede suponer, aunque sólo sea un instante, que los actuales propietarios son trabajadores o descendientes de trabajadores? ¿Quiere usted que le explique el origen de la riqueza de todos los señores de nuestro país, tanto de los nobles de vieja estirpe como de los nuevos administradores?


Ambrosio. – No, no, por favor, dejemos a un lado las cuestiones personales. Si hay riquezas mal adquiridas, no es esa una razón para negar el derecho de propiedad. Lo pasado, pasado está y de nada sirve buscar su origen de siglos pasados.


Jorge. – No los removamos, si así lo desea. Para mí la cosa no tiene importancia. La propiedad individual debe ser abolida, no sólo porque puede haber sido más o menos mal adquirida, sino porque da el derecho y los medios de explotar el trabajo ajeno y siempre termina por poner la mayoría de los hombres bajo el albedrío de unos pocos.
Pero, a propósito, ¿cómo puede justificar usted la propiedad individual de la tierra con su teoría del ahorro, cuando no puede decirse que ha sido producida por el trabajo de los propietarios o de sus antepasados?


Ambrosio. – He aquí la cuestión. La tierra inculta, estéril, no tiene valor. El hombre la ocupa, la abona, la hace fructífera y, naturalmente, tiene derecho a los frutos que sin su trabajo no habría producido.


Jorge. – Perfectamente: ese es el derecho de los trabajadores a los frutos de su trabajo; pero ese derecho cesa apenas se termina de cultivar la tierra. ¿No le parece?
Ahora bien: ¿cómo es que los propietarios actuales poseen territorios, a menudo inmensos, que no trabajan para ellos mismos, que no han trabajado nunca y que, a menudo, ni siquiera dejan trabajar a otros? ¿Cómo es que unos pocos poseen tierras que jamás fueron cultivadas? ¿Qué tipo de trabajo puede haber dado origen, en este caso, al derecho de propiedad?
La verdad es que la tierra y todavía más el origen de la propiedad es la violencia. Y usted no logrará justificarla si no es aceptando el principio de que el derecho es la fuerza, en cuyo caso... ¡ay de ustedes si un día son los más débiles!


Ambrosio. – En todo caso, usted olvida la utilidad social, las necesidades inherentes al consorcio civil. Sin el derecho de la propiedad no habría seguridad ni trabajo ordenado; y la sociedad se disolvería en el caos.


Jorge. – ¡Cómo! ¿Ahora me habla de utilidad social? ¡Pero si en nuestra primera conversación hablé de los males que la propiedad produce, y usted me recordó la cuestión del derecho abstracto!
Pero basta por esta noche. Discúlpeme, debo marchar. Volveremos a hablar.

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1 comentario:

  1. Después de una ausencia de más de un mes tengo mucho que leer en tu blog... Errico Malatesta?

    Eduardo Galeano habla también sobre "el derecho de propiedad" en el vídeo que hice de él en otro café, el Café Brasilero en Montevideo. Lo puedes ver (escuchar) en mi blog.

    Un abrazo

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